lunes, febrero 17, 2014

Tu tiempo y el capitalismo

Mientras decido si convertir los borradores que he escrito sobre el sistema electoral en un ensayo mínimamente organizado, aprovecho un intercambio de opiniones que he tenido esta mañana en Twitter para escribir una continuación de "Tu alma y el capitalismo". En aquella entrada hablaba de la forma en que el capitalismo es capaz de fagocitar cualquier fenómeno susceptible de generar beneficios. Aunque a alguien le pueda parecer terrible, creo que esa capacidad, considerada de forma independiente, no es criticable.
Se podría decir, incluso, que dicha capacidad caracteriza al capitalismo como un sistema integrador, al menos para aquellas personas o grupos de personas que tengan suficiente poder adquisitivo como para ser tenidos en cuenta. Preocuparse de que dicha aceptación esté motivada por el ánimo de lucro es pretencioso ("esto molaba cuando era auténtico y no comercial") o propio de inquisidores morales ("la gente debe hacer no sólo lo que yo considero correcto, sino hacerlo además por motivos que yo apruebe"). Frente a esas dos posturas, yo prefiero la independencia de criterio y el pragmatismo. Es decir: me gusta lo que me gusta, con independencia de qué opinen los demás o qué motivos tengan para facilitarme que disfrute de dichos gustos, o para compartirlos.
Pero considero todavía necesario analizar esta curiosa relación de las ideas y valores con el capitalismo, quizás con un enfoque algo distinto. Precisamente porque las motivaciones ajenas me resultan indiferentes y creo que las mías deberían serlo para los demás, no acabo de digerir muy bien la importancia del "branding". Y no escribo "etiquetado" porque, como casi todo lo que se denomina con un anglicismo innecesario, el branding incorpora una nada desdeñable proporción de tontería. Que dos trozos de una misma ternera acaben vendiéndose a precios muy distintos sólo porque uno se vende en un supermercado de barrio y el otro, empaquetado de forma exquisita, en una tienda de hamburguesas gourmet, me parece incomprensible. Esa importancia de la imagen, de la apariencia por encima de cualquier realidad material, es una estafa: es un ardid para convencer al consumidor de que debe pagar más por lo mismo. La imagen de marca (y todo lo que la acompaña) deja de ser un distintivo para constituirse en la definición misma del producto. La comida ya no es comida, sino una "experiencia sensorial".
Es interesante ver cómo a veces esa imagen del producto se construye por parte del vendedor, hasta el punto de estandarizar la experiencia que se supone debe acompañar al disfrute del producto. El caso paradigmático serían las catas de vinos. Un consumidor de vino puede disfrutar de cualquier botella cuyo precio se sitúe entre los cinco y los diez euros, por ejemplo. No sólo eso, sino que es probable que no distinga muy bien si hay un salto cualitativo entre un vino de 10€ por botella y otro de 25€ o de 100€. Sin embargo, se le animará a que "sepa de vinos", de forma que acabe por "aprender" a disfrutar de la experiencia exclusiva que ofrecen los vinos caros. El interés del vendedor de vinos en fomentar dicho "conocimiento" es obvio, pero ¿quién en su sano juicio invertiría tiempo y dinero en aprender por qué debe gastarse 100€ en un producto que disfruta por 10€?
La motivación del consumidor para pagar más por lo mismo (ya sea en vinos, carne, libros, viajes o cualquier otro producto) es lo que podríamos llamar el "paquete inmaterial" que incluye casi cualquier producto: la idea de sí mismo que el consumidor tiene al adquirir un producto, o la imagen que cree proyectar. Cree en esa imagen, claro está, porque se la han vendido junto al producto. Las características objetivas del bien o servicio adquirido acaban por resultar irrelevantes y lo único que importa es que se asocie a un cierto estatus y permita la exhibición de un determinado nivel cultural o adquisitivo.
Donde más y mejor funciona esta venta de ideas es en el mercado laboral. Del mismo modo en que una botella de vino ya no puede ser sólo una botella de vino, un trabajo nunca es sólo un trabajo. Hace unos años, un amigo me contó que le habían convocado a una reunión con el departamento de recursos humanos de la empresa en la que trabajaba. "Estamos contentos con tu rendimiento", le dijeron, "pero no se te ve feliz en el trabajo". Mi amigo no entendía por qué querían que estuviera feliz. "Hago lo que tengo que hacer, ¿qué más quieren? ¿Cómo voy a estar feliz? ¡Si estoy trabajando!", me decía.
Lo más terrorífico que he encontrado al buscar trabajo no han sido los sueldos escasos o la sobrecualificación que exigían casi todas las ofertas de empleo. Lo más terrorífico ha sido siempre la exigencia de "compromiso", "entusiasmo", "identificación con la empresa" o "participación en los valores de la marca". Quedó establecido más arriba que las ideas que se asocian a un producto no son más que un engaño para convencer al consumidor de que debe pagar más por lo mismo. Es decir, con ellas se intenta convencerle para que participe en un intercambio desigual. En el caso del empleo, las ideas que se espera que el trabajador asimile, sobre la empresa y sobre su situación en ella, tienen exactamente el mismo objetivo. Del mismo modo en que un consumidor cree que una hamburguesa gourmet no es tan sólo una torta de carne picada, el "trabajador comprometido con la empresa" se olvida de que el vínculo que le une a ésta es un mero arrendamiento de sus capacidades durante un tiempo determinado.
Todos los mensajes que se lanzan al trabajador para que se identifique con la empresa y llegue a valorarse en función de su éxito profesional (es decir, de su capacidad para generar beneficios para otros), pretenden convencerle de que el trabajo es una actividad satisfactoria por sí mismo y que debe ofrecerlo casi sin reparar en cuánto dinero se le ofrece a cambio. En el mejor de los casos, se promete una recompensa indeterminada en un lejano y nebuloso futuro (posibilidades de ascenso) o bien "la satisfacción de un trabajo bien hecho". Quien considere que el trabajo es sólo una actividad destinada a proveerse de un medio de subsistencia, es visto como alguien problemático y disfuncional.
El problema reside, por supuesto, en que alguien que conciba el empleo sólo como un intercambio (un cierto tiempo de trabajo a cambio de un salario determinado), no es manipulable ni va a olvidar que cuanto haga debe ser remunerado. Alguien que no considere que su trabajo es su vida, o que no crea que el éxito profesional es el camino a la realización personal, sólo estará dispuesto a dar en la medida en que recibe algo a cambio. Y si hay algo que un empresario deteste más que un cliente que cuestiona el precio, es un trabajador que mira el reloj y pregunta por su salario.