lunes, julio 14, 2014

Patrimonio

Quería escribir algo sobre la cultura de la violación, pero es un tema propio del feminismo y no creo que yo sea capaz de escribir un texto pertinente. Además, tampoco me siento muy cómodo ejerciendo de militante feminista, por razones que no vienen al caso. Además, ya hay quien puede escribir mejor sobre el tema, así que mejor escribo sobre otros asuntos.

Vamos a hablar, por ejemplo, de los delitos contra el patrimonio. Pensemos, primero, en el hurto. O en su tipo agravado, el robo. En principio, sabemos que existe gente que sustrae los bienes ajenos. Existe una denominación bastante curiosa para esta gente: "amigos de lo ajeno". Tanta amistad sienten por los bienes ajenos, que desean que dejen de ser ajenos cuanto antes.
Sabiendo que existen los ladrones, lo normal sería que todo el mundo tomara precauciones al respecto: cerrar bien la puerta de casa, atar la bicicleta a una farola cuando se deja en la calle, no exhibir bienes de valor, etc. Sin embargo, que una persona no tome precauciones no disculpa al ladrón. Si alguien deja la puerta de su casa abierta, quizás se le pueda tachar de descuidado, pero en realidad nadie puede reclamar para sí el derecho a entrar en una casa para llevarse lo que encuentre, sólo porque esté abierta. Que una bicicleta esté aparcada sin candado no constituye una invitación a llevársela. Y por mucho que alguien tenga elevadas razones morales para desaprobar la actitud de quien presuma de móvil, reloj o billetera, nadie tiene derecho a asaltar al presumido para privarle de sus bienes. Repitámoslo para que quede bien claro: por mucho que alguien parezca estar llamando al desastre, tal "desastre" sólo puede ocurrir con la voluntaria, consciente y, sobre todo, ilegítima y dañina acción de otro individuo, que sería en todo caso el único culpable del mal causado.
Pensemos en otra situación: alguien tiene la costumbre de invitar a comer a su casa, con cierta regularidad, a unos amigos, o le presta su bicicleta a un vecino siempre que se la pide, o no tiene inconveniente en que otras personas usen su ordenador. Imaginemos, incluso, que esta generosidad se ha repetido durante un largo periodo de tiempo. Por muy asentadas que estén tales costumbres, el individuo en cuestión es dueño de interrumpirla en cualquier momento. "No, ya no voy a cocinar más para ti". "No, prefiero conservar la bicicleta conmigo". "No, ahora no quiero que use mi ordenador nadie más que yo". Desde el momento en que este individuo decida cambiar su política sobre quiénes y cómo pueden acceder a sus bienes, los demás deben respetar escrupulosamente su decisión. El individuo en cuestión no tiene por qué tolerar que su vecino se lleve la bicicleta cuando le dé la gana, no tiene por qué recibir a sus amigos sólo porque vengan con hambre y no tiene obligación de prestar su ordenador. Son sus bienes, es su decisión.
Ya que hablamos de decisiones y de cómo una persona es libre de disponer de su patrimonio según estime conveniente (con ciertos límites legales: por ejemplo, no puede disponer de su dinero para comprar un arma, si no tiene licencia), habría que hablar de los vicios del consentimiento. Imaginemos que una persona emborracha o droga a otra para convencerla de que firme un contrato de compraventa que, en caso de estar sobrio, nunca firmaría. No se aceptaría que tal firma tiene valor. Imaginemos ahora que la disposición patrimonial se produce mediando amenaza o engaño, de forma que resulta lesiva para la víctima. En este caso, sería un delito de estafa y a nadie le parecería legítimo el acto de disposición patrimonial resultante, ni se aceptaría excusa alguna para el comportamiento del estafador. 
Es más, incluso si el objetivo de quien confunde, engaña o amenaza fuera altruista, su actuación seguiría siendo delito. Supongamos que el individuo A conoce una oportunidad de inversión muy rentable y quiere convencer al individuo B para que la aproveche. Sin embargo, el individuo B no lo ve claro y no quiere participar. Por muy ciertas que fueran las ganancias de tal inversión, el individuo A no podría apropiarse del dinero del individuo B para invertirlo en su nombre. "No, no puedes ignorar mi voluntad ni aunque creas honestamente que lo haces por mi bien".
Da igual el nombre específico que se le dé: hurto, robo, estafa, apropiación indebida, hurto de uso de vehículo, etcétera. Todas esas categorías son graduaciones de un mismo hecho básico: perjudicar a otra persona arrebatándole su plena capacidad de disposición sobre su patrimonio. Si el robo se condena con una pena superior a la del hurto es porque concurren otras circunstancias agravantes (violencia o intimidación sobre la víctima, o fuerza en las cosas), no porque el hurto sea disculpable.
Lo cierto es que todas estas consideraciones son muy básicas, apenas dignas de una clase de ética en secundaria. El derecho de una persona de disponer de sus bienes con autonomía, sin ser privado de él ni verse obligado a aceptar las decisiones de otro sobre su patrimonio, es algo que damos por sentado. Lo sorprendente es que no tengamos también interiorizadas estas mismas ideas cuando se trata de la integridad física de las mujeres (y de los hombres) y de su autonomía para tomar decisiones sobre su cuerpo y su vida sexual.

Y es que, a mi manera y de acuerdo con mi limitada comprensión del asunto, creo que al final sí he escrito una entrada sobre la cultura de la violación. He tratado de cubrir algunos aspectos fundamentales. Ninguna víctima es responsable por no haber evitado una violación, es quien viola quien tiene toda la culpa por lo que ha hecho (párrafo 3). El consentimiento es siempre indispensable y debe ser expreso: no es válido argumentar que se presuponía (párrafo 4). El consentimiento debe ser otorgado siempre de manera expresa y libre, sin que concurra ninguna circunstancia que lo invalide (párrafos 5 y 6). Toda agresión sexual es ilegítima, se le dé el nombre que se le dé (párrafo 7). 
Como dicen en la entrada que enlacé al principio, parece que la única manera de que un hombre conciba la gravedad de una violación es comparándola con un delito contra la propiedad. Por eso he escrito esta entrada así: estoy seguro de que si hubiera abordado estas cuestiones tan básicas de forma directa, me habría encontrado con alguien poniendo pegas o tratando de "matizar" las circunstancias.
Espero que se entienda que hablar de este tema a través de estos ejemplos no supone equiparar la violación con los delitos contra el patrimonio, sino que se trata de un recurso retórico (o "didáctico", por decirlo de alguna manera). Nada es equiparable a una violación. No sólo porque el bien jurídico que resulta atacado en el caso de una violación (la libertad y la indemnidad sexual de la víctima) es más importante que el derecho de propiedad. Además, decir "si no quieres que te roban, no tengas nada" es injusto pero al menos resulta factible, mientras que el resultado último de "consejos" similares para que las mujeres eviten la violación (como la desafortunada guía de "Prevención de la violación" del Ministerio del Interior) es, simple y llanamente, que las mujeres no existan y no se relacionen con nadie, ¡que tengan miedo siempre! Alguien puede dejar su coche en un garaje si teme que se lo roben, pero una mujer no puede (ni debería tener por qué) desprenderse de su cuerpo. 
Lo peor de todo, lo que más me irrita, es que para comprender estos razonamientos básicos no debería ser necesario militar ni identificarse con el feminismo. Se trata de reglas éticas básicas aplicadas, eso sí, partiendo del supuesto de que las mujeres son seres humanos con toda su dignidad, que merecen respeto y tienen plena capacidad para decidir sobre su vida y su cuerpo. Al parecer, se trata de un supuesto que a algunos les resulta descabellado.