Graduación
Steve Jobs (co-fundador de Apple) soltó este discurso en la Universidad de Stanford en 2005. Puede resultar interesante como relato, aunque no sea sino una típica historia americana de superación y éxito tras las penalidades. Sin embargo, aunque estas mismas ideas las hayamos oído, leído y visto ya antes en películas, libros y revistas, creo que merece la pena echarle un ojo.
Por otro lado, me pregunto cómo sería un discurso similar en España. Quizás algo así:
Discurso del Ilustrísimo Sr. Vil·la Dronzuelo
Es para mí un honor y un placer haber sido invitado a pronunciar el discurso de graduación en esta Universidad, en la que tantos favores se me debe. Es público y notorio que mi formación académica es de lo más ordinaria, pero en nuestro país la ignorancia nunca ha sido obstáculo para hablar en público, de modo que no me privaré de dar una pequeña lección sobre la "universidad de la vida."
Hace unos cuantos años acabé mi licenciatura en Derecho en una joven universidad de provincias como la que hoy nos acoge. Todos sabemos que, en las últimas décadas, la abundancia de ex-políticos en busca de un retiro dorado, alimentada generosamente por la rotación de cargos inherente al sistema democrático y por el nuevo (por aquel entonces) mapa autonómico, proporcionó, junto con la titulitis hispánica, las condiciones de oferta y demanda necesarias para la proliferación de Universidades en todas las provincias españolas. Además, ¿qué político local o regional renunciaría a un nuevo feudo sobre el que ejercer el caciquismo que se supone a todo español con algo de poder?
Así que ahí estaba yo: recién salido de la Universidad, con una mano delante y otra detrás, con un diploma (tan válido como el que pudiera obtenerse en el mejor centro universitario del país, aun cuando mis profesores habían demostado ser ignorantes, ociosos o, en el mejor de los casos, novatos) y sin una idea muy clara de qué hacer con mi vida. Por fortuna, no es innovando como se progresa en España, así que mire a mi alrededor e hice lo que todos: preparé oposiciones. No fue fácil al principio. Pronto me dí cuenta de que la mayor parte de las plazas las obtenían los hijos de, sobrinos de, yernos de, etc... En los exámenes siempre había alguien que decía "yo he oído que, en realidad, sólo necesitaban convocar una plaza, pero que al final convocan cuatro para así, de paso, enchufar a tres apadrinados". Un tipo que conocí en una biblioteca pública y que también preparaba oposiciones después de acabar Economía y Sociología, me dijo que ese sería un buen tema para una investigación interdisciplinar: Efectos del nepotismo en la eficiencia de las organizaciones. Creo que hace tiempo abandonó esa idea y ahora se dedica a asesorar a grandes empresas acerca de hasta qué punto es deseable inducir a sus empleados a que compitan ferozmente entre sí.
Por mi parte, cada vez estaba más convencido de que nunca lograría sacar una oposición decente, y empezaba a desesperarme. Llegué a la conclusión de que todos tenemos que adaptarnos al tiempo y lugar en que nos ha tocado vivir. Donde fueres, haz lo que vieres, nos aconseja el refrán, y eso hice. Gracias a un fabuloso golpe de suerte, una noche conocí a la hija menor de un miembro de la Diputación Provincial. En cuanto ví que congeniábamos, hice ver a mi novia de toda la vida que lo nuestro no iba a ningún lado. Para mirar al futuro hay que saber decir adiós al pasado. En menos de un año, me convertí en yerno de y pude, por fin, aprobar una oposición. Aunque el cargo no era gran cosa, había hecho realidad el sueño del español medio: integrarme en la burocracia. Sueldo fijo, poco trabajo... ¿para qué soñar con el éxito si se puede aspirar a la mediocridad? Pero mi suerte no acabó ahí.
Mi suegro no se encontraba a gusto en la Diputación Provincial. En público, decía que quería acabar su carrera política trabajando por sus vecinos y por el pueblo que le vió nacer. En privado, nos confesaba que era en los ayuntamientos donde se movía dinero a raudales y que él estaba harto de hacer el idiota en la Diputación. En las siguientes elecciones locales, salió elegido alcalde y yo, que iba quinto en la lista, acabé como concejal de Cultura y Festejos. No era una responsabilidad muy grande, ni ofrecía grandes oportunidades para enriquecerse, pero me sirvió para foguearme en la política. De todos modos, siempre se puede sacar algún pellizco de los presupuestos, sea cual sea el destino que se le supone a las partidas. Además, por aquellas fechas, retomé la amistad que me unía a un antiguo compañero de la Universidad, que había llegado a ser un alto directivo de una productora musical. De esta feliz coincidencia resultó que las fiestas del pueblo fueron, a partir de entonces, las mejores de toda la comarca, y yo pasé a ser el concejal que mejores trajes y relojes lucía.
En las siguientes legislaturas, mi suegro desvió a los concejales que podían hacerme sombra hacia la política autonómica o nacional y así me ví, apenas un par de elecciones después, convertido en alcalde "de este pueblo que tan generosamente me ha acogido." Una vez que tuve en mis manos el bastón de mando, aprendí con rapidez que el verbo recalificar era la palabra mágica que abría la cueva de Alí Babá. Nunca me hizo falta pedir, sugerir o poner la mano. Los empresarios, motu proprio, entraban en mi despacho con un maletín y salían con una sonrisa. Mi experiencia como concejal me sirvió para saber cómo embaucar a los ciudadanos: les prometí progreso, crecimiento y cultura, pero permití que se construyera una enorme ciudad dormitorio rodeando el pueblo, con dos centros comerciales que destruyeron el comercio local y sustituyeron la cultura por un ocio vacío y uniformado. Gracias a mis contactos y a los de mi familia política conseguí que una nueva autopista pasara cerca del pueblo, y los nuevos barrios dejaron de ser ciudades fantasma para llenarse poco a poco de trabajadores de las capitales vecinas, a los que todavía compensaba comprar o alquilar en nuestro pueblo, a pesar de la escalada de precios que provocaba su llegada.
Pero no todo podía ser puro ladrillo. En ocasiones había que enmascarar el negocio con algún pretexto social o cultural. Contratamos a un arquitecto famoso para que diseñara el teatro local, y aunque el edificio resultaba aparatoso, feo y poco práctico, lo plantamos en medio del pueblo, a mayor gloria de mi megalomanía. Que no se diga que este alcalde no quiere dignificar la imagen de su pueblo. Y que no se diga tampoco que no hago nada por la formación de los jóvenes: me empeñé en que un campus de nuestra Universidad podía y debía estar en el pueblo. Al principio me tomaron por loco, pero mi amigo el Rector pronto comprendió lo beneficiosa que podía ser la operación.
Y al final, también me ha llegado el momento de dar paso a la siguiente generación. Una cuñada de mi mujer tiene un sobrino muy avispado. Será un excelente alcalde. Yo me retiro de la política: ya he hecho todo lo que podía hacer por mí y por mis vecinos desde la alcaldía, y la política autonómica me viene grande. No hablemos ya de la política nacional. No. Me retiro y seguiré trabajando por el bienestar y el progreso de mis conciudadanos desde el sector privado. Hace poco compré unos terrenos al lado del bosque. Es una zona verde, pero algo me dice que si en un futuro cercano propongo al Ayuntamiento que se construya una urbanización de lujo en la zona, la respuesta será positiva.
Esta es la historia que he venido a contar. Tengo tanto dinero que he perdido la cuenta. Cambio de coche cada tres años y mi armario ropero es más grande que el dormitorio de una pareja trabajadora. Tengo casa en la playa, casa en la montaña y casa en Suiza. Le he pagado a mi mujer un cuerpo nuevo, esculpido en el quirófano. Sí, ya sé que en un futuro próximo los labios siliconados, las tetas inverosímiles, el rubio platino, la piel estirada por los lifting y quemada por los rayos UVA nos darán tanta grima como nos la dan ahora los pelos cardados de los ochenta. Pero soy tan rico que ya no recuerdo qué es la vergüenza.
Eso es todo.
Muchas gracias.
1 Comments:
Saludos desde Sarkoland, tierra recalificada.
Croc.
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