sábado, septiembre 20, 2014

Una anécdota local

La primera mitad de este texto pertenece a una de las primeras versiones de mi Trabajo de Fin de Máster. No lo he incluido en la versión definitiva porque el trabajo ha evolucionado a lo largo del curso lo suficiente como para que una anécdota local como ésta no tenga cabida. Sin embargo, como me gustaría que quedase publicado en algún sitio, lo cuelgo aquí, añadiendo los dos últimos párrafos y algún enlace.




«Mira», dijo el joven, «supón que ofreces un empleo y sólo hay un hombre que quiera trabajar: tienes que pagarle lo que pida. Pero supón que hay cien hombres […] que quieran el empleo. Supón que tienen hijos y están hambrientos. Que por diez miserables centavos se pueda comprar una caja de gachas para los niños. Imagínate que con cinco centavos, al menos, se pueda comprar algo para los críos. Y tienes cien hombres. Ofréceles cinco centavos y se matarán unos a otros por un trabajo.»
John Steinbeck. Las uvas de la ira.

En la década de 1940, la agricultura constituía la principal actividad económica en la isla de Lanzarote. La propiedad de las fincas se concentraba en un reducido número de propietarios, que las explotaban contratando jornaleros, o bien las cedían en régimen de aparcería1. Las fincas que se explotaban en régimen de aparecería se dividían en dos tipos. En primer lugar, aquellas que por su ubicación o por la calidad del terreno fueran susceptibles de producir mejores cosechas, se trabajaban “al tercio”: el aparcero recibía un tercio del producto de su trabajo, mientras que el titular de la finca obtenía los restantes dos tercios. En segundo lugar, las fincas menos productivas se trabajan “de medias”2, repartiéndose aparcero y propietario la producción al 50%. Entre estas últimas se encontraban las fincas de la zona central de la isla conocida como “el jable”, en las que el principal cultivo era la batata.
Desde su introducción a finales del siglo XIX, la batata había sido uno de los cultivos más importantes en Lanzarote, destinado principalmente a la exportación. Cuando, tras la segunda guerra mundial, se reabrió el comercio con Gran Bretaña, el quintal  de batata3, que hasta el momento se vendía en torno a las 2,5 pesetas, pasó a exportarse a un precio aproximado de 40 pesetas por quintal. Sin embargo, el salario que obtenía un jornalero por un día de trabajo (alrededor de 2,5 pesetas), permaneció inalterado. La reacción de los propietarios fue inmediata: rompieron los acuerdos de aparecería con sus “medianeros” y pasaron a explotar las fincas productoras de batatas mediante el trabajo de jornaleros.
Como resultado, el aumento del valor de la producción total, facilitado por la reapertura del comercio, no se distribuyó de acuerdo con la productividad de los factores ni en función de la escasez relativa de la tierra o el capital. El único factor decisivo para atribuir una participación sobre el producto total a propietarios o trabajadores fue el poder de negociación de unos y otros, es decir, la capacidad de los propietarios de las fincas de imponer sus condiciones y la incapacidad de los trabajadores para oponerse a ellas.

Este desequilibrio en el poder de negociación se mantuvo hasta que dos factores vinieron a alterarlo: en primer lugar, a partir de los años 50, la emigración a América Latina (principalmente a Venezuela) permitió que los trabajadores no estuvieran sometidos a la exigua alternativa entre trabajar en el campo o en el mar, ambas opciones de mera supervivencia. Las familias emplearon las remesas de esos emigrantes para comprar tierras, de forma que la propiedad de los terrenos agrícolas se atomizó. Ya para entonces, los terratenientes se desprendían de sus terrenos, entre otros motivos, porque la agricultura había dejado de ser tan extraordinariamente rentable: se había perdido progresivamente el mercado de exportación, que había sido ganado por otras regiones del mundo (Gran Bretaña importaba batatas de Latinoamérica a precios más baratos). Sin embargo, el estatus privilegiado de dichos terratenientes se transmitió a través de la educación, pues eran los únicos que podían costear estudios universitarios para sus descendientes. Mientras las familias de jornaleros habían conseguido el magro progreso de llegar a ser propietarios de los terrenos que trabajaban (quedando entonces a expensas de los intermediarios), los descendientes de los grandes terratenientes se convirtieron en médicos, abogados, arquitectos, etcétera.
Aún así, la situación no mejoraba demasiado: a finales de los años 60, cuando surge la iniciativa de crear los Centros de Arte, Cultura y Turismo en Lanzarote, un jerarca franquista responde a sus promotores que tal empeño no merecía la pena, que lo mejor que se podía hacer con Lanzarote era abandonarla y evacuar a su población a las demás islas. Sin embargo, en esta iniciativa y en la apertura al turismo que se produjo en esa época en España, estaba el segundo factor que permitió superar la situación descrita al principio. La agricultura y la pesca dejaron de ser las actividades económicas principales de la isla4 y fueron sustituidas por el turismo y la construcción, que trajeron otros problemas, otros desequilibrios de poder y otras fuentes de enriquecimiento rápido para algunos. Pero esa es otra historia.



El régimen de aparecería constituye un contrato mixto,  en el que el titular de una finca la pone temporalmente a disposición de un cesionario (aparcero), para que este la trabaje, distribuyéndose ambos el producto de dicho trabajo. Se trata de un contrato regulado por la costumbre del lugar, que establece qué obligaciones supletorias tiene el aparcero, qué útiles o instalaciones debe proveer el titular de la finca y qué proporción de la producción corresponde a cada sujeto del contrato.

2 “Medianero”, es decir, aquel que trabaja una finca “de medias”, sigue siendo hoy en día el término utilizado en Lanzarote para designar a un aparcero, si bien la actividad agrícola es ahora escasa.

Se utilizaba el quintal británico, que equivale a 50,8 kg aproximadamente.
Actualmente, la crisis económica ha impulsado algunas iniciativas de recuperación de la agricultura en Lanzarote. Sin embargo. es una labor titánica y sin esperanza: las décadas de abandono y la excesiva fragmentación de las fincas hace imposible que el producto local compita con los alimentos importados. Sólo habría un hipotético mercado para productos "locales" y "ecológicos", que en todo caso necesita unos consumidores dispuestos a pagar un mayor precio por dichos productos. La crisis, así, es al mismo tiempo acicate y límite: parece improbable que exista una base suficiente de consumidores con el poder adquisitivo (y prioridades) necesarios como para consumir un volumen de producción que vaya más allá de lo anecdótico.