Sentido homenaje
Cuando estudias Economía, tienes pocas salidas interesantes. Puedes acabar como contable (o algo parecido a contable), haciendo un trabajo que cualquier pibe con dos dedos de frente podría hacer al acabar la secundaria. También puedes emplear tu vida trabajando en un banco, siendo comercial de hipotecas y productos financieros varios, convenciendo a la gente para que viva por encima de sus posibilidades. Una tercera salida, con muy buena consideración, es la auditoria, que supone renunciar a tu vida privada por un salario que ni siquiera compensaría un horario normal en una actividad tan aburrida. Las únicas salidas decentes parecen ser hacerse profesor de Economía y conseguir que te paguen por leer y escribir (esta fantasía me acompaña desde hace años), o bien emplear tus conocimientos genéricos haciendo estudios genéricos en alguna sección de una gran empresa o bien en una consultora pública.
Cuando estudias Derecho, el panorama no es mucho más halagüeño. Tus opciones son lucrarte con las desgracias ajenas (derecho penal, herencias, divorcios, etc...), ser colaborador necesario de la avaricia o la evasión fiscal (derecho mercantil y derecho tributario, respectivamente) o alimentar a la odiosa máquina burocrática (derecho administrativo). Sólo ayudado por un maniqueísmo fácilmente superable se puede considerar honrado dedicarse al derecho laboral, sobre todo cuando son los malos quienes pagan mejor, y cuando los buenos no siempre lo son.
A la luz de estas consideraciones, parecerá normal que lleve unos tres años siendo incapaz de dedicar a mis estudios el esfuerzo necesario para acabarlos de una vez (aunque, casi sin saber cómo, ya he acabado Economía). La desmotivación, unida a mi natural tendencia al gandulismo y a un más que probable complejo de Peter Pan, se recrea así en un círculo vicioso del que ya debería haber salido hace tiempo, ya fuera superando el bache o replanteándome si no sería mejor emprender otro camino. Pero nunca he sido capaz de tomar determinaciones importantes, ni de asumir sus consecuencias, así que aquí sigo.
Todo esto, que puede parecer autocompasivo pero no es más que un poco de sinceridad conmigo mismo, me lleva a recordar a una querida amiga, Teresa, a quien el destino le puso al alcance de la mano una oportunidad única de dedicarse a la danza. Aprovechó esa oportunidad y ahora, cada vez que hablo con ella, la encuentro agotada y sin tiempo para nada, pero feliz. No sé si su decisión la llevará por los caminos de lo que se suele considerar “el éxito” (pisito con hipoteca, cochazo y vacaciones de fábula), o si habrá de conformarse con la modesta satisfacción de dedicarse a lo que le gusta, y hacerlo honestamente… o (esperemos que no) si tendrá que cambiar de rumbo más adelante, forzada por circunstancias adversas. No lo sé, pero no importa, porque ha tomado las riendas de su vida, ha tomado una decisión, afrontando todos los riesgos que ello conlleva, y sólo por eso ya merece toda mi admiración.
Cuando estudias Derecho, el panorama no es mucho más halagüeño. Tus opciones son lucrarte con las desgracias ajenas (derecho penal, herencias, divorcios, etc...), ser colaborador necesario de la avaricia o la evasión fiscal (derecho mercantil y derecho tributario, respectivamente) o alimentar a la odiosa máquina burocrática (derecho administrativo). Sólo ayudado por un maniqueísmo fácilmente superable se puede considerar honrado dedicarse al derecho laboral, sobre todo cuando son los malos quienes pagan mejor, y cuando los buenos no siempre lo son.
A la luz de estas consideraciones, parecerá normal que lleve unos tres años siendo incapaz de dedicar a mis estudios el esfuerzo necesario para acabarlos de una vez (aunque, casi sin saber cómo, ya he acabado Economía). La desmotivación, unida a mi natural tendencia al gandulismo y a un más que probable complejo de Peter Pan, se recrea así en un círculo vicioso del que ya debería haber salido hace tiempo, ya fuera superando el bache o replanteándome si no sería mejor emprender otro camino. Pero nunca he sido capaz de tomar determinaciones importantes, ni de asumir sus consecuencias, así que aquí sigo.
Todo esto, que puede parecer autocompasivo pero no es más que un poco de sinceridad conmigo mismo, me lleva a recordar a una querida amiga, Teresa, a quien el destino le puso al alcance de la mano una oportunidad única de dedicarse a la danza. Aprovechó esa oportunidad y ahora, cada vez que hablo con ella, la encuentro agotada y sin tiempo para nada, pero feliz. No sé si su decisión la llevará por los caminos de lo que se suele considerar “el éxito” (pisito con hipoteca, cochazo y vacaciones de fábula), o si habrá de conformarse con la modesta satisfacción de dedicarse a lo que le gusta, y hacerlo honestamente… o (esperemos que no) si tendrá que cambiar de rumbo más adelante, forzada por circunstancias adversas. No lo sé, pero no importa, porque ha tomado las riendas de su vida, ha tomado una decisión, afrontando todos los riesgos que ello conlleva, y sólo por eso ya merece toda mi admiración.
2 Comments:
En la vida hay que tomar decisiones, porque si no, te toman ellas a tí. Sin ningún cuidado.
Es verdad lo que dijo Lilith. Tomar decisiones por duras que sean... Probablemente si yo no lo hubiera hecho, no estaría escribiendo aquí, desde mi portátil, desde Getafe.
PD: Una vez pensé en estudiar derecho... pero me di cuenta de que iba en contra de mis principios
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